Hoy no tengo muchas novedades, la navegación sigue más o menos igual, así que os voy a contar una cosa que me sucedió durante la estancia en Isla de Pascua.
Paseando por Hanga Roa, un día a media mañana, me entró hambre, así que compré una empanada y me senté en la puerta del comercio a comérmela. Al poco un hombre se puso a mi lado, claramente tenía rasgos Rapa Nui, ya entrado en años, corpulento y de aspecto fornido a pesar de su edad, pelo y barba largos y canosos. Comenzamos a charlar un poco de todo, de la Tapati, la historia de la isla, los Moai, etc. Su conversación era amable, pero también radical en algunos sentidos y con un aire misterioso, casi tratando de decir algo sin ser explícito.
De repente, como si hubiese decidido compartir un preciado secreto, espetó: en la isla hay tantas formas de ver la historia como familias, cuando no hay nada escrito, uno se guía por lo que se va transmitiendo desde los antepasados de generación en generación, ¿quieres saber la mía? -preguntó-, ¡encantado! -le respondí sin dudar-.
Su mirada se perdió en el infinito, su cara se relajó, su tono transmitía añoranza y orgullo, con voz pausada pero firme comenzó a contarme la historia del primero de su estirpe en Rapa Nui, Mata-ki te vaikava, que significa: ojos que miran al océano.
El nombre hacía justicia a la principal afición de Mata-ki, se podía pasar horas y horas contemplando el mar, sus olas, las puestas de sol… le fascinaba todo lo relacionado con aquel elemento, no en vano su sueño era convertirse en tangata tere vaka, como se denominaba a los expertos navegantes.
Mata-ki no era ni el más fuerte ni el más listo de la isla (situada en algún punto de Melanesia), sin embargo, era muy valorado en la comunidad por el buen equilibrio que poseía de ambas virtudes, sumadas a su tenacidad y sentido común.
Su vida era apacible y feliz; pesca, agua y vegetales abundantes facilitaban la existencia de un pueblo que se creía único sobre la faz de la tierra. Sin embargo, una idea siempre rondaba la mente de Mata-ki, ¿qué habría más allá de la línea en la que el cielo se une al mar? ¿en realidad somos los únicos hombres en el mundo? No le parecía lógico, pero los ancestros y el Ariki (rey) así lo afirmaban.
En alguna ocasión llegó a plantearle al consejo organizar una expedición de reconocimiento, ¿para qué? -le respondían-, aquí tenemos todo lo que podamos necesitar.
Mata-ki no tenía esposa, aunque sí bastante éxito con las chicas. La promiscuidad y la naturalidad eran algo arraigado en sus costumbres, siempre y cuando no existiera una unión en firme. Digamos que se conocían, o sencillamente disfrutaban, sin mayor sentimiento de posesión, hasta que decidían comprometerse públicamente, a partir de este momento la fidelidad si era importante. De hecho, podía llegar a castigarse con pena de muerte la infidelidad a un pescador que estuviera arriesgando su vida por alimentar a la comunidad, aunque esto rara vez había sucedido, y siempre se había solucionado por otros medios.
De todas aquellas con las que había estado, con una sentía de forma especial, la princesa Anakena. Su interés por ella era evidente, y así se lo demostraba; Anakena, sin embargo, se mostraba más bien caprichosa y dubitativa, nada era suficiente. No obstante, Mata-ki, hombre de ideas claras, sabía que, a pesar de todo, siempre actuaría como le indicara su corazón, y ella era quien en realidad le gustaba.
Una mañana el poblado se despertó revolucionado, el consejero espiritual del Ariki había tenido un sueño, en el que Tangaroa (su dios), le revelaba que una terrible amenaza de muerte y destrucción planeaba sobre la isla. Carreras, lamentos, corrillos comentando en voz baja… El Ariki se veía presionado a tomar alguna medida en breve que tranquilizara al pueblo.
¿Y qué hacer? No tenía ni idea, desconocía que tipo de peligro corrían y cuando se podía manifestar, pero por otro lado el consejero era firme en su presagio, no podía no hacer nada. Tras mucho meditar, se le ocurrió una solución al problema en base a las propuestas que en varias ocasiones le había realizado Mata-ki.
Enviaría un conjunto de exploradores a buscar nuevos territorios habitables, ellos serían la avanzadilla que se encargaría de preparar el terreno para el resto, que abandonarían su isla natal en el momento se materializara la amenaza. La expedición no regresaría, salvo orden en contra, su deber sería colonizar las tierras que encontraran, liberarlas de peligro y gestionar los recursos suficientes para alimentar a todo su pueblo.
Para poder ser encontrados navegarían siempre hacia el Este, hasta localizar la primera isla, en caso de que esta no ofreciera las condiciones adecuadas dejarían señales indicando la dirección en la que habían seguido navegado, y así sucesivamente.
Para Mata-ki no era el mejor de los planes, pero no podía discutirlo, además, le daba la oportunidad de cumplir ese sueño que siempre había tenido, y comprobar si las premisas de las creencias de su pueblo eran correctas.
Todo se dispuso con urgencia, los mejores maorí (expertos) carpinteros se pusieron manos a la obra para construir un gran catamarán lo suficientemente robusto para llevar a cabo tan arriesgada empresa. Se reclutó a una veintena de voluntarios, todos ellos solteros, diestros en las especialidades necesarias: guerreros, pescadores, navegantes, agricultores, así como los más habilidosos en el arte del tallado. Mata-ki los comandaría, conocía bien las estrellas y cómo orientarse con ellas, estaba habituado a dirigir equipos y, debido a su curiosidad y capacidad de atención, tal vez era el que tenía una visión más clara del conocimiento acumulado por su pueblo.
En dos semanas la expedición estaba lista para partir con la mejor y más habitable nave que se hubiera construido jamás, equipada hasta con fuego y un pequeño techado en el que guarecerse del sol y la lluvia, depósitos para agua y víveres en cada uno de los dos cascos, etc.
A todos se les llenaron los ojos de lágrimas en el momento de la despedida, a cada uno por una razón, pero teniendo también todos claro que no había elección. El Ariki lloraba porque enviaba a un futuro incierto a muchos de sus mejores hombres, los que se marchaban porque no sabían si volverían, los que se quedaban porque los iban a echar de menos, y Mata-ki sencillamente lloraba porque tenía el presentimiento que jamás volvería a ver a Anakena.
Las lágrimas se fueron secando con las manos hasta el momento en el que el catamarán apenas divisaba la isla, y desde la isla ya no se veía al catamarán. Era hora de que cada uno volviera a su función, los de tierra a continuar con la vida normal, y los embarcados a navegar.
Durante los primeros días los vientos fueron propicios y la pesca abundante. La moral era muy alta, y los elegidos estaban orgullosos de ser la punta de lanza de la supervivencia de su raza. Mata-ki organizó turnos de guardia y descanso, de modo que todos permanecieran ocupados en una tarea, pero a su vez nunca agotados. La navegación era sencilla, con la ayuda del sol por el día y aquella lucecita que siempre marcaba el norte por la noche, sabía exactamente qué rumbo seguir permanentemente.
El sexto día la situación cambió radicalmente, el cielo se tiñó de un color extraño, las nubes adoptaron formas amenazantes, el viento calmó como un mal presagio. Era evidente que algo malo iba a suceder, Mata-ki lo sintió en su estómago y comenzó a dar órdenes. Había que aligerar peso, lanzando por la borda todo aquello que no fuera imprescindible, vaciando depósitos de agua e incluso de comida, el techado también fuera, el fuego apagado, todos los hombres bien afirmados y listos para la acción, todos los elementos importantes bien trincados.
El viento comenzó a soplar con furia inusitada, inicialmente trataron de correr el temporal, pero llegó un momento en que la velocidad era tan elevada y el mar tan formado, que corrían riesgo de clavar uno de los cascos y volcar de proa, no había remedio, tendrían que capear. Desmontaron la vela y lanzaron todo lo que pudieron por proa, sujeto con amarras, eso les frenaría y mantendría la nave encarando el mar.
No se sabe cuántos días estuvieron soportando el temporal, el cielo estaba tan oscuro que apenas había diferencia entre día y noche. Las rachas eran tan fuertes que solo podían permanecer boca abajo pegados al suelo, si alzaban la cabeza podían salir despedidos volando. Todos pensaron que iban a morir, pero Mata-ki se encargaba de recordarles periódicamente que tarde o temprano pasaría, solo era necesario aguantar un poco más, cada minuto que pasaba el final se acercaba el mismo tiempo. Sus firmes palabras no dejaban opción alguna a la rendición, aunque él tenía su propia forma de evasión, cerraba los ojos y se imaginaba en los brazos de Anakena.
Cuando la tormenta pasó no tenían ni la menor idea de donde estaban, pero lo importante es que estaban todos vivos y podían seguir navegando. Mata-ki, para sus adentros, sabía que estaban perdidos para siempre, no era capaz ni de reconocer las estrellas del firmamento, jamás los encontrarían, pero seguiría cumpliendo sus órdenes, navegaría hacia el Este, buscando un lugar habitable, y en caso de encontrarlo esperaría preparando la llegada de sus compatriotas.
Varias lunas pasaron hasta que su intuición le dijo que había tierra cerca, el avistamiento de pájaros que se alejan pocas millas de costa y el rebote de un tren de olas, imperceptible para la mayoría de la gente, así se lo confirmaba. Por el periodo y la dirección calculó de forma aproximada la ubicación del obstáculo, y puso rumbo directo hacia él.
No pasaron muchas horas hasta divisar la silueta de una isla, ¡lo habían conseguido!, aunque para Mata-ki era una victoria agridulce, la esperanza es lo último que se pierde, pero las probabilidades eran muy bajas.
A medida que se acercaban fueron buscando un lugar adecuado en el que desembarcar, tras bordear el extremo Norte localizaron una preciosa playa de arena blanca y palmeras, no podía existir un sitio mejor.
Al llegar a tierra firme, tras meses de navegación y las numerosas vicisitudes pasadas, unos se abrazaban, otros lloraban, algunos se rebozaban en la arena cogiéndola con sus manos, como temiendo que se les fuera a volver a escapar, Mata-ki permanecía tranquilo, casi ausente, tal vez fuera el único realmente consciente de la situación.
No tardó mucho en llegar una comitiva para recibir a los recién llegados, todos estaban sorprendidos, ninguno pensaba que podían existir semejantes, y a la vez tan distintos físicamente. Los nativos eran más bajos y mucho menos corpulentos, barro y pinturas cubrían su piel, llenos de adornos confeccionados en base a plumas, trozos de árbol de plátano y conchas, dándoles un colorido aspecto. Los visitantes les sacaban la cabeza en altura, su piel cobriza solo estaba manchada por algún tatuaje, su único atuendo un taparrabos, sus orejas presentaban grandes lóbulos, deformados artificialmente desde la niñez.
Al principio únicamente se miraban, con timidez y respeto, pero tras el lenguaje universal de las sonrisas, ambos grupos se fundieron, reían, observaban todos sus detalles, se tocaban, se olían, incluso las más descaradas comprobaron con sus manos lo que había en la única parte de su cuerpo tapada.
En cuanto las miradas del Ariki de la nueva isla y Mata-ki se cruzaron, ambos entendieron que estaban líder frente a líder, no hicieron falta palabras. Sin dejar de mirarse fijamente a los ojos se fueron aproximando hasta situarse al alcance de los brazos, en ese momento Mata-ki, hábil para las relaciones personales, apoyó su mano sobre el hombro del Ariki, como símbolo de amistad y reconocimiento, pero no de doblegación. El Ariki, tras pensárselo durante unos segundos le correspondió, a lo que Mata-ki respondió con una sonrisa, acabaron dándose un abrazo que fijó las bases de las relaciones entre ambos pueblos.
Esa noche se celebró la mayor fiesta que se recordaba, nadie durmió solo, los navegantes pudieron descansar plácidamente tras su larga travesía.
A medida que trataban de comunicarse se dieron cuenta de que su lenguaje era muy similar, algunas palabras diferentes y detalles de pronunciación, pero en grueso, hablaban el mismo idioma.
Poco a poco se fueron integrando en la vida de la nueva isla, acogidos como hermanos, la única diferenciación era fruto de su tamaño, lo que les ganó el calificativo de tangata hanau e’epe (hombres de raza ancha), mientras que ellos denominaban a los oriundos tangata hanau momoko (hombres de raza delgada).
—
Perdonad, pero se me está haciendo tarde y tengo que bajar la meteorología, mañana os sigo contando la historia… solo que sepáis que a las 02 horas GMT del día 23 nos encontramos en 27º 00′ S, 116º 03′ W, navegamos rumbo 287º a 5,6 nudos, con mayor y génova. Nos restan 765 millas para llegar a destino.
Sed felices.
Kike