Mientras estaba al timón del Bahari no dejaba de repetirme –es la última vez, no volveremos a entrar a un lugar peligroso y desconocido durante la noche, es la última vez-, pero hay veces que no tienes elección, si hubiéramos reducido la velocidad para llegar de día el mar nos habría vapuleado sin piedad, necesitábamos potencia para superar las imponentes olas. Mantener la posición haciendo bordos de través al viento también habría sido durísimo, las montañas de agua con cresta de espuma nos revolcarían con sus fuertes impactos. No existe fondeadero protegido al exterior del atolón, de modo que no había más remedio, teníamos que entrar.
Eran las 4 de la mañana en una noche absolutamente cerrada, no se veía nada, salvo el reflejo blanco de las rompientes cuando estaban a menos de un metro del barco. A medida que nos acercábamos la aureola de luz, sobre lo que intuía era Home Island, dio paso a numerosas lucecillas rojas, verdes y amarillas que más que aclarar confundían, nada coincidía con nuestra supuesta posición y las dos cartografías que estábamos consultando.